Pídala cantando/LXVI



El habitual lector y comentarista más recurrente de este blog, Christian Guisa, me ha pedido rescatar un texto escrito hace tiempo sobre La Pandilla Salvaje. Estos párrafos fueron publicados por ahí en 2003, cuando la película apareció en edición nacional en DVD. 


La Warner ha puesto a la venta en México una buena colección de DVDs a precios que apenas pasan de los 100 pesos. Entre los títulos que es posible encontrar si se tiene la paciencia de hurgar en los estantes del supermercado más cercano, el más notable es “la versión original del director” de La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, EU, 69), el cuarto largometraje del soberbio maestro del cine violento de los sesenta/setenta Sam Peckinpah, probablemente su obra mas perfecta y acaso el último gran western de Hollywood.
Sur de Texas, 1914. Un grupo de soldados atraviesa la calle de un pequeño pueblo polvoriento. Parecen cansados, aunque no tanto para no ser amables con una anciana con la que tropiezan momentos antes de entrar al banco. Todo parece normal. Pero sólo parece. Los soldados son en realidad asaltantes, comandados por Pike Bishop (William Holden). El atraco sale mal: frente al banco, emboscados en el techo de un edificio, se encuentra un grupo de pistoleros comandados por un antiguo miembro de la banda de Pike, Deke Thornton (Robert Ryan). Entre los dos grupos de hombres, por la calle principal, marchan varias decenas de personas pertenecientes a un grupo antialcohólico. La banda de Pike tendrá que huir a balazo limpio... si es que Thornton y secuaces la dejan.
Una suerte de re-elaboración de la histórica escena de las escalinatas de El Acorazado Potemkin -en términos de edición y montaje, por supuesto-, la secuencia inicial de la balacera en el pequeño pueblo texano, de aproximadamente 20 minutos de duración, mas de 25 mil pies de película durante varios días de filmación, todo desde 131 emplazamientos de cámara distintos. Pero más allá del virtuoso trabajo de edición –coordinado por el propio Peckinpah junto a su montajista Louis Lombardo-, el resultado de ese memorable prólogo es que la violencia mostrada -la más gráfica hasta ese momento en la historia del cine hollywoodense- no tenía un origen moral bien definido. Es decir, está en un momento argumental en el que no sabemos quiénes son los "buenos" y quiénes los "malos". Los disparos llegan desde todos los ángulos posibles sin respetar hombres, mujeres, ancianos o niños. Las balas penetran en los cuerpos y hacen salir borbotones de sangre por entre las ropas. Es un espectáculo a la vez terrible y maravilloso como pura puesta en imágenes; una secuencia amoral y nihilista que puede leerse como un inadvertido reflejo del clima social de la América de los sesenta, que había atestiguado el asesinato del Presidente Kennedy y estaba viviendo la Guerra de Vietnam.
Este baño de sangre se repetiría en las climáticas escenas finales, cuando la pandilla de Pike -es decir, su hombre de confianza Dutch (Ernest Borgnine) y los hermanos Gorch (Warren Oates y Ben Johnson)-, decide rescatar al otro miembro de la banda, Ángel (Jaime Sanchez), quien está siendo torturado por el sádico general huertista Mapache (Emilio Fernández en su última gran encarnación, -que no actuación). Esta secuencia final inicia con el degüello de Ángel a manos de Mapache. La escena, filmada al mismo tiempo por tres cámaras en diferentes emplazamientos, apenas si se ve fracciones de segundo en la pantalla, lo suficiente para iniciar la orgía de disparos y sangre en los que morirán, redimidos, Pike y compañía.
Aunque la influencia de este tipo de montaje en el cine contemporáneo es más o menos obvio -la precisa edición de los enfrentamientos casi coreográficos en el cine de John Woo, la acezante acción vista desde múltiples puntos de vista en el cine hollywoodense actual, la violencia hipergráfica del cine de Tarantino-, uno extraña en el cine de hoy la rica y ambigua moralidad de un Sam Peckinpah y su opción por la violencia, a la que veía como parte indisoluble y hasta indispensable del SER humano.
La Pandilla Salvaje permanece, pues, como un inquietante y -sobre todo, en el final- conmovedor discurso sobre la lealtad, la traición y la independencia de un puñado de hombres derrotados de antemano por la historia. Y es que La Pandilla Salvaje trata, también, sobre el fin del Oeste como territorio salvaje y libre: el canto del cisne del Oeste como tal y del western como género –canto que el propio Peckinpah llevaría más lejos en su siguiente filme, La Balada de Cable Hogue (1970), su película preferida-, una elegía que entonaría años después Clint Eastwood en Los Imperdonables, acaso el único western con la suficiente fuerza para soportar la comparación con el cine del viejo y desafiante Sam.

Comentarios

Christian dijo…
Gracias Ernesto. Está bien padre esta reseña, así la recordaba por eso quería re-leerla.

Y bueno, qué decir de la cinta, ayer la revisité en espléndido bluray y la encontré magnífica. Una verdadera joya. Ese final es apoteósico.
teatrosicara dijo…
La pandilla es una de las mejroes cintas de la historia, creo que a muchos de los cineastas actuales les hace falta echarse una revisadita a cintas como esta, o las de Don Siegel, John Ford, gtandes cineastas que cambiaron las reglas del western y el cine en general.
Joel Meza dijo…
¡Trampa, trampa!
Se suponía que había que ver a la pandilla salvaje de esta generación: los vengadores dándose trompos en su guerra civil...
Christian dijo…
Este si es el verdadero Suicide Squad Joel, no como esos pusilánimes de DC que se hacen llamar así y seguro ni se mueren. Jijos...

O como el escuadrón de Lee Marvin en 12 al Patibulo. Ese también es un verdadero escuadrón suicida.

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