Trono de sangre
Trono de Sangre
(Kumonosu-Djo, Japón, 1957), esta formidable extrapolación de Macbeth en pleno Japón
feudal, es una de las más de 20 adaptaciones fílmicas que se han hecho del texto
shakespeariano. A pesar de su arriesgada adaptación y su desbordada
originalidad –o más bien, por eso
mismo- esta versión del sensei Akira Kurosawa permanece en la memoria
junto a las otras dos grandes adaptaciones del texto clásico: la respetuosa de Orson
Welles (1948) y la ultraviolenta y siniestra de Roman Polanski (1971).
Kurosawa traslada al Japón feudal la
tragedia del caballero fiel Macbeth -en este caso un fiero samurai llamado
Taketoki Washizu (Toshiro Mifune, por supuesto)-, quien es arrastrado a la traición
y a la locura del poder por las fuerzas del Mal. La línea argumental es la
misma que la del clásico, con todo y espíritu del bosque -que toma el lugar de
las 3 brujas shakesperianas-, intrigas, asesinatos, guerras civiles y demás linduras.
Por supuesto, todo Macbeth que se respete debe tener a su lado a una Lady
Macbeth de altura y en el filme de Kurosawa esta regla se cumple a creces.
Ysuzu Yamada encarna a la perfección a Asaji, la émula de la perversa Lady
Macbeth, quien llevará a su consorte a la perdición debido a su ansia irrefrenable
de poder.
Todo aquel que ha visto Trono de
Sangre recuerda su impresionante final. En el desenlace, "el bosque de la telaraña"
avanza, implacable, rumbo al castillo de Washizu, mientras las propias fuerzas
de éste lo traicionan, ejecutándolo mediante una lluvia de flechas: uno de los momentos más brillantes y espectaculares no sólo de Kurosawa sino
del cine de todos los tiempos. Sin embargo, habría que recordar otra escena de
la misma película, no por menos espectacular menos perfecta: la aparición del
fantasma de Miki (Minoru Chiaki) frente a su asesino, un enloquecido Washizu. Si bien Trono de Sangre
es impresionante en exteriores -las escenas del bosque, los preparativos para
las batallas, el ya mencionado final- esa escena en lo particular -el
espectro de Miki encarando a su asesino- es uno de los momentos que más recuerdo de esta obra maestra de Kurosawa.
Al cineasta y a su fotógrafo Asakazu
Nakai les bastaron solamente unos suaves movimientos de cámara -unos delicados
paneos, no más- para hacer aparecer y/o desaparecer a Miki en uno de
los mejores momentos del filme y de la carrera fílmica de Mifune. Así pues, este último
se enfrenta a Miki desbordado, asiendo desafiante su sable, rasgando el aire,
enloquecido por el poder. En esta terrible y formidable escena, digna de
Shakespeare, digna de Kurosawa, Washizu/Mifune no está haciendo otra cosa que enfrentando
a sus demonios interiores que se han apoderado de él... y para siempre.
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